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elpaterita
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Ingresado: 14 de Noviembre de 2005
Lugar: Spain
Mensajes: 1815
Escrito el: 10 de Abril de 2007 a las 19:17 Citar elpaterita

Tanto me fascinaba al principio todo lo que podía alcanzar desde el Google, que pillé un hábito con esto de internet, que se ha ido haciendo costumbre, consistente en ir leyendo cosillas de la red y guardar en el disco duro lo que me llama la atención. De vez en vez, releo y tiro a la papelera algo.

Esta historia larga, copiada hace más de un año de un blog argentino, quería que pasase antes por este nuestro foro de jugadores que quieren cambiar y estar en ello. Vaya para todos aquellos que van salvando el mundo, ignorándolo, para todos los que con sus compartires ayudan a otros:

Jueves 02 de Febrero, 2006
Los justos
Los miércoles a las nueve de la noche, hora de Nueva York, la cadena
norteamericana ABC emite una serie de televisión que me gusta. A esa
misma hora un mexicano llamado Elías, dueño de un vivero en Veracruz,
la está grabando directamente a su disco rígido, y tan pronto como
acabe subirá el archivo a Internet, sin cobrar un centavo por la
molestia. Tiene esta costumbre, dice, porque le gusta la serie y sabe
que hay personas en otras partes del mundo que están esperando por
verla. Lo hace con dedicación, del mismo modo que trasplanta las
gardenias de su jardín para que se reproduzca la belleza.
A las once de la noche de ese mismo miércoles, Erica, una violinista
canadiense de venticuatro años que ama la música clásica, baja a su
disco rígido la copia de Elías y desgraba uno a uno los diálogos para
que los fanáticos sordomudos de la serie puedan disfrutarla;
distribuye esos subtítulos en un foro tan rápido como puede. No cobra
por ello ni le interesa el argumento: lo hace porque su hermano Paul
nació sordo y es fanático de la serie, o quizás porque sabe que hay
otra mucha gente sorda, además de su hermano, que no puede oír música
y debe contentarse con ver la televisión.
A las 3:35 de la madrugada del jueves, hora venezolana, Javier baja en
Caracas la serie que grabó Elías y el archivo de texto que redactó y
sincronizó Erica. Javier podría ver el capítulo en idioma original,
porque conoce el inglés a la perfección, pero antes necesita
traducirlo: siente un placer extraño al descubrir nuevas etimologías,
pero más que nada le place compartir aquello que le interesa. Para no
perder tiempo, Javier divide el texto anglosajón en ocho bloques de
tamaños parecidos, y distribuye por mail siete de ellos, quedándose
con el primero.
Inmediatamente le llega el segundo bloque a Carlos y Juan Cruz, dos
empleados nocturnos de un Blockbuster boneaerense que suelen matar el
tiempo jugando al ajedrez, pero que ocupan los miércoles a la
madrugada en traducir una parte de la serie, porque ambos estudian
inglés para dejar de ser empleados nocturnos, y también porque no se
pierden jamás un capítulo.
El tercer bloque de texto lo está esperando Charo, una ceramista de
Alicante que está subyugada por la trama y necesita ver la serie con
urgencia, sin esperar a que la televisión española la emita, tarde y
mal doblada, cincuenta años después. El cuarto bloque lo recibe María
Luz, una tipógrafa rubia y alta que trabaja, también de noche, en un
matutino de Cuba: María Luz deja por un momento de diseñar la portada
del diario y se pone rápidamente a traducir lo que le toca. Dice que
lo hace para practicar el idioma, ya que desea instalarse en Miami.
El quinto bloque viaja por mail hasta el ordenador de Raquel y José
Luis, una pareja andaluza que vive de lo poco que le deja una librería
en el centro de Sevilla. Llevan casados más de venticinco años, no han
tenido hijos, y hasta hace poco traducían sonetos de Yeats con el
único objeto de poder leerlos juntos, ella en un idioma, él en otro.
Ahora, que se han conectado a Internet, descubrieron que además de
buena poesía existe también la buena televisión.
El sexto bloque le llega a Ricardo, en Cuzco: Ricardo es un homosexual
solitario —y muchas noches deprimido— que traduce frenéticamente
mientras hace dormir a su gato Ezequiel. El séptimo lo recibe Patrick,
un inglés con cara de bueno que viajó a Costa Rica para perfeccionar
su español, lo desvalijó una pandilla casi al bajar del avión pero
igual se enamoró del país y se quedó a vivir allí. Y el octavo bloque
le llega, al mismo tiempo que a todos, a Ashley, una chica sudafricana
de madre uruguaya que es fanática de la serie porque le recuerda (y no
se equivoca) a su libro favorito: La Isla del Tesoro.
Los ocho, que jamás se han visto las caras ni tienen más puntos en
común que ser fanáticos de una serie de la televisión o de un idioma
que no es el materno, traducen al castellano el bloque de texto que le
corresponde a cada uno. Tardan aproximadamente dos horas en hacer su
parte del trabajo, y dos horas más en discutir la exactitud de
determinados pasajes de la traducción; después Javier, el primero,
coordina la unificación y el envío a La Red. Ninguno de los ocho cobra
dinero para hacer este trabajo semanal: para algunos es una buena
forma de practicar inglés, para otros es una manera natural de
compartir un gusto.
A esa misma hora Fabio, un adolescente a destiempo que vive en
Rosario, a costas de sus padres a pesar de sus 23 años, encuentra por
fin en el e-mule la traducción al castellano del texto. Con un
programa incrusta los subtítulos al video original, desesperado por
mirar el capítulo de la serie. A veces su madre lo interrumpe en mitad
de la noche:
—¿Todavía estás ahí metido en Internet, Fabio? ¿Cuándo vas a hacer
algo por los demás, o te pensás que todo empieza y termina en vos?
—Tenés razón mamá, ahora mismo apago —dice él, pero antes de irse a
dormir coloca el archivo subtitulado en su carpeta de compartidos para
que cualquiera, desde cualquier máquina, desde cualquier lugar del
mundo, pueda bajarlo. Fabio jamás olvida ese detalle.
Los jueves suelo levantarme a las once de la mañana, casi a la misma
hora en que Fabio, a quien no conozco, se ha ido a dormir en Rosario.
Mientras me preparo el mate y reviso el correo, busco en Internet si
ya está la versión original con subtítulos en español de mi serie
preferida, que emitió ocho horas antes la cadena ABC en Estados
Unidos. Siempre (nunca ha fallado) encuentro una versión flamante y me
paso todo el resto de la mañana bajándola lentamente a mi disco
rígido, para poder ver el capítulo en la tele después de almorzar.
Mientras espero, escribo un cuento o un artículo para Orsai: lo hago
porque me resulta placentero escribir, y porque quizás haya gente, en
alguna parte, esperando que lo haga.
El artículo de este jueves habla de Internet. Dice, palabras más,
palabras menos, algo que hace venticinco años dijo Borges mucho mejor
que yo, en un poema maravilloso que se llama Los Justos:
"Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo."





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